Patología democrática
Un elemento de la psicopatología es el de grado. Igual que los termómetros miden gradualmente la fiebre a partir de cierto umbral, la psicopatología establece sus propios continuos cuantitativos de manifestación de los comportamientos enfermizos. Traducid
La Voz de Salamanca (Javier García Pedraz) / Un elemento de la psicopatología es el de grado. Igual que los termómetros miden gradualmente la fiebre a partir de cierto umbral, la psicopatología establece sus propios continuos cuantitativos de manifestación de los comportamientos enfermizos. Traducido a la política, podría entenderse que ese umbral reside en el abuso injustificado de cierta terminología. Últimamente, a juzgar por el contenido semántico de algunos discursos políticos, parece que estamos ante una epidemia de patología democrática.
En democracia, es patológico que un partido surja a la práctica política cuando carece de una ideología que le da sentido. Por supuesto, no me refiero a esa ideología que es un mero etiquetado partidista, contraproducente en todo diálogo abierto, pero sí a la ideología como el conjunto de reflexiones filosóficas sobre el mundo en que queremos vivir y sobre la sociedad en la que creemos, donde se plantean las cuestiones previas que son absolutamente necesarias para desarrollar, con un mínimo de responsabilidad, todo proyecto político.
Está surgiendo un nuevo discurso político cuya única seña de identidad es la simpatía fácil mediante mensajes lo suficientemente obvios y demagógicos como para querer captar la atención, no ya de los indecisos, sino de los apolíticos. Dando vuelta y vuelta a objetivos propios e inherentes al sistema democrático, “Unión, progreso y democracia” busca su hueco en un electorado aburrido de la crispación política y del amarillismo mediático.
La señora Díez no puede vivir de la política a día de hoy sólo por ser demócrata: habrá que ofrecer ideas, un proyecto político, un planteamiento mucho más allá del tópico fácil, de la caña y el pincho. A la ciudadanía no se le puede vender a estas alturas la democracia, la libertad y el laicismo como si nada hubiese pasado en los últimos 30 años, y de aquí se desprenden las fatídicas previsiones que plasman las encuestas de intención de voto para UPyD.
La política sin ideología deja de ser política. La política es tal porque vive de las ideas, del pensamiento crítico, de un sustrato filosófico que le da sentido, y sólo gracias a éste último existe el debate.
Además, el discurso de Díez insiste en la unión sin calificativos. ¿Unión frente a pluralidad? ¿Se puede hacer política obviando el valor generativo que tiene la libertad para la construcción de ideas diferentes y legítimas? La democracia no es unión, sino aceptar toda disposición ideológica desde la tolerancia y desde la pluralidad y, por tanto, desde la diferencia, amando su esencia y creando, de esta manera, el diálogo libre y necesario que explica nuestra forma de Estado. La democracia no es igual a unión, pues la libertad radica en el derecho a estar desunidos; el derecho a pensar de forma propia, original y diferente.
Otra cuestión es que esta diferencia se torne desleal y contraproducente en muchas ocasiones. Y es aquí donde nos hubiese gustado a tantos ver a Rosa Díez defendiendo la unión en lo esencial, defendiendo el derecho del gobierno a intentar el proceso de paz, en vez de aprovecharse del fracaso del mismo para ajustar las cuentas de sus ambiciones políticas insatisfechas.
En efecto, podemos estar unidos en lo básico, lanzar al aire un puñado de simplezas para que todos estemos de acuerdo desvirtuando el debate constructivo y vulgarizándolo, reduciéndonos a una absurda funcionalidad para ganar el voto del ciudadano medio-plano que renuncia de forma unida, eso sí, a su capacidad crítica y de decisión. La unión no siempre es deseable en un sistema democrático y en una sociedad plural porque la diferencia que nos divide es la que nos mueve, porque la ciudadanía es el valor y la aceptación de esta diferencia.
La alusión obsesiva a conceptos arraigados e inherentes al sistema democrático que no aportan nada nuevo a día de hoy, son más propios de la democracia estanca e insana del “demócrata patológico” obsesionado con una fatalidad que le persigue, con una ausencia de libertades que sólo él ve, de aquel que perdió el norte, ya sea por necesidades de poder insatisfechas o por narcisismos crónicos que nada tienen que ver con el político entusiasta que se enriquece de la pluralidad, la aprecia y aspira a tener algo que aportar a una sociedad de la que se siente parte activa.
Desde el 78, la libertad y la democracia han dejado de ser un proyecto político para convertirse en nuestra realidad, así que dejémoslas por debajo del umbral de la patología, no siendo que por apelar en exceso a ellas, las estemos pervirtiendo.