De Macondo a Ciudad Bolívar
Tal vez, si José Arcadio Buendía hubiese realizado su valiente viaje en busca de una salida al mar en nuestros días, estaría pisando el barro de las sucias calles de Ciudad Bolívar. Probablemente, su empeño por avanzar entre la peligrosa y densa selva no
La Voz de Salamanca (Javier García Pedraz) / Tal vez, si José Arcadio Buendía hubiese realizado su valiente viaje en busca de una salida al mar en nuestros días, estaría pisando el barro de las sucias calles de Ciudad Bolívar. Probablemente, su empeño por avanzar entre la peligrosa y densa selva no se debería a la ilusión por alcanzar las maravillas que el conocimiento científico puede ofrecerle. Más bien, su determinación por atravesar la jungla se explicaría por el más humano de los instintos: la supervivencia.
Ciudad Bolívar es el trastero de una Bogotá que la ignora, distraída en sus cutres aspiraciones por parecerse a una ciudad primermundista. Campesinos desplazados, indígenas, tomadores, perros pulgosos y muchos niños, cada cual más abandonado, habitan esta ciudad sin ciudadanía, cuya única identidad es el miedo a morir. Desde los años 60, aquí han llegado y llegan cientos de miles de campesinos hasta rozar el actual millón, cuya única esperanza es tornarse invisibles a los ojos del narco y del político, soñando con el anonimato, huyendo de censos y rechazando gentilicios para escapar de las masacres indiscriminadas de paramilitares y guerrilla.
Mientras los libros escritos por narcos desmovilizados ocupan los escaparates de un país sorprendido por la nauseabunda sinceridad del gángster, los olvidados vagabundos de esta guerra, que también es la nuestra, llegan desde sus tierras cargados de resignación. Estos vagabundos no buscaban la libertad en su camino, ni siquiera condiciones de vida dignas. En realidad, sabían que Bogotá sólo les reserva un lugar para la indigencia y el olvido. Algunos no buscan otra cosa que unas cadenas más piadosas con sus doloridos tobillos de lejano caminante, para pasar la misma hambre con menos latigazos. Lo único que les une es el intento, cuántas veces en vano, de posponer la muerte.
Bogotá es una ciudad sin horizonte: rodeada por montañas andinas, a sus casi 3.000 metros de altura, el frío, la humedad y su asfixiante nube de humo ofrecen la sensación de estar viviendo en un pozo del que no se puede salir. Su fealdad urbanística combina muy bien con el miedo de cuántos viven en su paranoica rutina. La vista no alcanza más allá de las montañas en las que se tumban, de forma tímida y olvidada, los numerosos suburbios donde habitan los millones de desplazados que esta ciudad desprecia.
Ojos que no ven es la filosofía oficial de este psicótico lugar donde la contradicción predomina en su cautivo estilo de vida, y en la que el carcelero electo difunde mensajes ultranacionalistas que estúpidamente reconfortan a los más acomodados. El sentido común también fue secuestrado, y Colombia entera presume de ser la democracia más antigua de América Latina, sin cuestionarse qué tendrá esta democracia para ser tan permeable al narcotráfico y la mafia. Lo más preocupante es que no hagan falta golpes de Estado para que el Congreso esté saturado de parapolíticos y matones. Al tiempo que el gobierno Uribe presume de crecimiento económico, las cifras de mortalidad infantil se disparan, siendo Ciudad Bolívar el líder indiscutible, pues al hambre y a la mafia hay que sumarle la “limpieza social”.
En Ciudad Bolívar existen listas negras con nombres de jóvenes que serán asesinados si no escapan antes. Un cartel que reza “Los niños buenos se acuestan pronto. A los malos, los acostamos nosotros” dan cuenta de la impunidad con que los grupos de limpieza social operan. Nadie sabe nada, nadie investiga, nadie pregunta, nadie comenta, pues saber es de por sí peligroso. El olvido -otra vez el olvido- es la respuesta a la silenciosa pregunta que aún está por formular.
Dice Arturo Alape, periodista colombiano que afronta la verdad de su país, que “Bogotá es una representación perfecta de Colombia”. Y cierto es que esta ciudad, en su conjunto, es indescriptible por sus abismales contrastes sociales, y se asemeja a una selva con pequeños claros de cemento y grandes bosques de barro, sobre la que predomina la densa niebla gris que a tantos niños de la calle mata.
Disculpen el atrevimiento que supone haber utilizado al anciano Nóbel para acercarles la realidad de este suburbio que luce el nombre del libertador y el estigma del cautiverio, pero sólo la mirada del desplazado explica el olvido de este laberinto esquizoide que vive dominado por una desesperanza vital que carga revólveres, inhala pegamento y prostituye huérfanos. Eso es, sólo con los ojos del olvido se pueden divisar los cuarenta años de soledad que separan Macondo de Ciudad Bolívar.