El infierno de este mundo

Residencia Mamá Margarita, Béjar

Redacción i-bejar.com
Febrero 19, 2008

El Papa Ratzinger, vocero de Dios y además alemán, soltaba recientemente su última andanada dialéctica cuando aseguraba que no sólo el infierno existía sino que muchos irían a parar a él por culpa de sus pecados. Desde su trono vaticano el Papa incurrió e

La Voz de Salamanca (Omar Roca Benet) / El Papa Ratzinger, vocero de Dios y además alemán, soltaba recientemente su última andanada dialéctica cuando aseguraba que no sólo el infierno existía sino que muchos irían a parar a él por culpa de sus pecados. Desde su trono vaticano el Papa incurrió en un error muy humano: confundir su opinión personal con la verdad absoluta. Antes de pronunciar la célebre frase, Benedicto XVI miró el mundo y vio un panorama desolador, pero no atinó a localizar bien el infierno, pues si éste existiera no podría estar en ningún otro lugar que no fuese la propia tierra, el lugar en el que, hasta que se demuestre lo contrario, los vivos consumen sus días y los muertos descansan.

Históricamente pocas imágenes mentales causaron tanto miedo entre los católicos como las ardientes llamas del infierno en las que los pecadores que no demostraron arrepentimiento en vida estaban condenados a arder eternamente. La fuerza de esta imagen impulsó a muchos individuos acaudalados a hacer generosas donaciones en su lecho de muerte, movió a piadosas devotas a confesar al por mayor todos los pormenores de su vida, y estimuló a muchos artistas a plasmar su inspiración en obras memorables. Rodin en escultura, El Bosco o Miguel Ángel en pintura, así como Virgilio, Dante o Rimbaud en literatura, hallaron en el infierno un tema al mismo tiempo potente e impactante para sus creaciones.

La noción del infierno, como casi todo en esta vida, es inventada. Como el sexo de los ángeles, la inmaculada concepción o el lugar exacto del limbo, el infierno ha sido objeto de dilatados debates en obras de teología y concilios eclesiásticos. Aunque no siempre los obispos, cardenales o papas tuvieron tiempo para demorarse en disquisiciones dogmáticas tan trascendentales. Hace seiscientos años, sin ir más lejos para que no nos entre vértigo, los tres papas que había estaban más ocupados en legitimar su posición y acusar de cismáticos a los adversarios que de discusiones teológicas; y aún así el infierno no perdía su importancia como lo demuestra que a pocos, hasta la Reforma, les diese igual ser excomulgados.

Los teólogos católicos tradujeron la tensión emocional inherente a la condición humana de un modo bipolar. Lo atractivo de las dicotomías y del maniqueísmo es que, en último término, lo reducen todo a dos cosas. El bien y el mal. La salvación o la condena. El descanso o el sufrimiento. Los que sufrieron y pecaron en vida aún podrían encontrar la salvación y el descanso eterno en caso de arrepentimiento o de conducta piadosa. De hecho la mayor parte de las religiones tienen algo parecido al infierno cristiano.

Pero a lo que vamos. En un bar de Salamanca de cuyo nombre no puedo acordarme, no ha mucho me decía un anónimo filósofo licenciado licencioso en la universidad de la vida, que aún siendo ateo reconocía que el infierno existía, pues él lo había visto y a su alrededor también lo veía. No es difícil entender su idea, la cual suscribimos plenamente. Así como hay gente que vive en la gloria, también hay gente para la que cuya vida es un infierno. Desgraciadamente cualquiera tiene a su alcance ejemplos para demostrarlo. Drogadictos, alcohólicos, ludópatas, fieles de sectas destructivas, personas anoréxicas, víctimas de la violencia de género, los que sufrieron abusos sexuales, inmigrantes ilegales explotados, parados de larga duración que no pueden encontrar trabajo, víctimas inocentes de guerras injustas y un largo etcétera de personas se hallan o se hallaron en una situación que se podría considerar infernal.

El infierno puede afectar a ricos y pobres, a jóvenes y mayores. Hay muchos treintañeros que perdieron la felicidad porque ya no pueden pagar su hipoteca y muchos jubilados con una pensión no contributiva tan ínfima que padecen una gran precariedad. Pero el dinero no determina que cualquiera esté exento de sufrir un infierno en su vida. Hace unas semanas, en Inglaterra, un hombre que había resultado agraciado con una fortuna en el juego de la lotería lanzó un llamamiento para que algún doctor remediase la enfermedad irreversible que le consumía, prometiendo la suma íntegra de su premio si era capaz de curarle y de esta forma poder vivir más tiempo con la mujer que amaba. Viven un infierno los que aman sin ser amados o los que perdieron al ser amado; viven en un infierno los que chocan con trabas insuperables en la vida; y viven en un infierno más implacable los que perdieron el control sobre su cuerpo pero no su consciencia, como el tetrapléjico Ramón Sampedro que dedicó media vida a defender admirablemente su derecho a dejar de sufrir.

Hablábamos antes de dicotomías y maniqueísmos. El dualismo más intenso es el que existe entre la vida y la muerte. Saramago decía que sin la muerte la religión y por ende el cristianismo no existirían. El miedo a la muerte, “a dejar de ser”, precisa ser combatido con medicamentos fuertes. Es cierto que muchos creen que la religión es un veneno, pero no lo es menos que es un hecho social que acompañó a la humanidad desde los orígenes. La creencia en un futuro mejor ayuda a soportar los males del presente, y no hay mal peor que saber, no ya que vamos a morir, como que también lo harán los seres queridos. Bajo el capitalismo globalizado, como también en otros períodos anteriores, la Iglesia es una gran empresa que ofrece un producto a sus clientes: paz interior y felicidad perpetua. Ante un bien tan codiciado no es extraño que se sacrifique el sentido común en aras de la celestial mercancía. Es difícil creer que el fiel cliente finalmente conseguirá lo que busca pero precisamente el secreto está en creer, ésa es la base de todo el negocio. Ramiro Pinilla, con sorna, dijo que es imposible que alguien tan capacitado como aquél que llega a ser Papa pueda siquiera llegar a creer en Dios. ¿Cómo creer en Dios y en el cielo sin cuestionar su verosimilitud? Para que el poder de seducción del paraíso y del cielo venza hace falta un argumento definitivo. Y ése es el infierno. Sin infierno no habría cielo eterno, todo el edificio católico se tambalearía. El cielo y el infierno forman parte de un mismo sistema; tanto, que Juan Pablo II no pudo desmontar tan atávica creencia.

Por todo lo apuntado nos sentimos tentados a creer que el infierno existe, pero no en el sentido al que se refiere Benedicto XVI ni tampoco como mero “artefacto mental” tendente a resaltar la bondad de Dios. No está ni en las más profundas simas ni en otra dimensión exterior a la nuestra, está en la tierra, en las vidas tristes de algunos de sus habitantes. De todas formas, convenimos en que de ser cierto que las personas buenas van al cielo, dentro de poco incluso ese lugar se convertirá en un infierno por culpa del aumento demográfico, la intensificación del tráfico aéreo, la destrucción de la capa de ozono y la mayor acumulación de gases de efecto invernadero.

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