La crisis de Mariano
Estaba Mariano en casa, solo, cansado, aburrido, hastiado. Sentado frente al televisor, mientras su estomago se esforzaba por digerir la tradicional y muy española paella de los domingos, se veía, una y otra vez, con aquel gesto rumiante que había arrastr
La Voz de Salamanca (Alberto Martín del Pozo) / Estaba Mariano en casa, solo, cansado, aburrido, hastiado. Sentado frente al televisor, mientras su estomago se esforzaba por digerir la tradicional y muy española paella de los domingos, se veía, una y otra vez, con aquel gesto rumiante que había arrastrado toda la mañana. Su país, su estado, su nación, su nación de naciones, llamémoslo X; le necesitaba, y él, ayudadnos dioses del Olimpo, había fallado. La conciencia le torturaba, haciendo retumbar en sus oídos aquella maldita palabra: “Coñazo”. Ya ni las pantuflas del Carrefour, con abundante borreguito interior, como siempre le dijo su madre, le calentaban sus fríos pies. Toda la mañana en aquel… apasionante, se dijo, recuerda que ha sido apasionante… en aquel apasionante desfile le había dejado las extremidades inferiores al borde de la congelación. Los pies fríos, y aquella cara de rumiante. Tan traumatizado estaba por su poca españolidad, que con una bolsa de agua caliente en los pies, se pasó la tarde viendo, en riguroso orden cronológico, los cinco Tour de Indurain. Aquello levantaba el ánimo a cualquiera.
El día siguiente no amaneció mejor, no solo tuvo que soportar mil comentarios sobre su gesto rumiante, lanzados desde todos los frentes, trincheras amigas y enemigas, plazas, balcones, tejados y terrazas de bares; además tenía que preparar su reunión con aquel personajillo de afiladas cejas que le quitaba el sueño. Cifras mareantes, medidas que a duras penas comprendía, consejeros que aconsejaban, críticos que criticaban las críticas que ellos mismos sugerían, expresidentes eléctricos, consejeros delegados, amigos y enemigos íntimos. Un batiburrillo de dimes y diretes difícilmente digeribles, sobretodo si la paella seguía allí, atrincherada junto al colon. Horas y horas, minutos, segundos y alguna centésima.
A pesar de todos los gestos de desgana, de dejadez, y de rumiante, si, otra vez de rumiante; que había puesto esa mañana, al final, se enteró de algo. Por fin veía claramente donde estaba el problema, que intranquilizaba a los españoles, donde estaba la bisagra a engrasar para que dejara de joder la siesta al ciudadano de a pie, al españolito de andar por casa. Y no solo sabía donde estaba el problema, tenía la frase mágica, el bálsamo que calmaría los males de este país quijotesco.
Se reunió con el personajillo, y después dio una rueda de prensa. Lo que le había contado el hombre de las sugerentes cejas daba igual, él iba a arreglar el país, la nación de naciones, llamémoslo energía. Sabía cual era el problema. Tenía una frase, y con una sonrisa de oreja a oreja, atrás quedo el rumiante, se dirigió a los españoles:
«Españoles, estoy hasta los huevos de este COÑAZO de crisis».
Y así, con esta única pero brillante frase, Mariano resolvió la crisis internacional… además de librarse, de una vez por todas pero ya en privado, de la paella de su mujer.