La lección de los muertos

Residencia Mamá Margarita, Béjar

Redacción i-bejar.com
Abril 08, 2008

¡Qué sutil paradoja! Cuando busco algo no lo encuentro y, en cambio, cuando ceso en mi búsqueda, doy con lo que tanto me afané en buscar y no hallé. ¡Cuántas veces intento encontrar por varios medios lo que pierdo, o simplemente aquello de lo que no tengo

La Voz de Salamanca (Alfonso Manjón) / ¡Qué sutil paradoja! Cuando busco algo no lo encuentro y, en cambio, cuando ceso en mi búsqueda, doy con lo que tanto me afané en buscar y no hallé. ¡Cuántas veces intento encontrar por varios medios lo que pierdo, o simplemente aquello de lo que no tengo noticia y nadie me dio en recomendación!. Y es que nunca tuve constancia de ese pequeño relato literario de Francisco Ayala que se hace llamar “Diálogo de los muertos”, y que una vez leído, me ha hecho recordar aquel discurso de Azaña el 18 de julio de 1938 en Barcelona.

En él, Ayala comienza hablando de un mundo lluvioso y tempestuoso -imagino, la Guerra Civil-, y nos cuenta que tras esa tempestad llegó la calma, pero no la paz. Que cesaron los disparos, pero vino el silencio angustioso para todos. La tormenta cesó, pero el cielo se abrió en un “azul inverosímil”. De este modo, da inicio a un diálogo entre los muertos -yo escucho a quienes cayeron en la guerra-, a los cuales pone la voz de sus propios pensamientos, porque como él siempre ha dicho, “lo que he escrito es lo que soy [y] los libros son la expresión de mi personalidad”.

Esos muertos hablan del heroísmo en la lucha, del inocente valor de los soldados, de las vidas que se apagan, de los jóvenes que mueren antes de empezar a vivir, de los rencores que abaten a la población, del sin aliento de quienes perdieron la contienda, de las heridas que no cicatrizan después de la guerra y, en fin, de la “obstinación sin salida”. Porque una vez acabada ésta, los muertos no podrán seguir viviendo, y los vivos tendrán que soportar el peso de sus acciones y la carga de sus recuerdos. Para los muertos ya ningún ideal tendrá sentido porque “ya todo acabó; ya todos somos uno […] Nos liga, tanto como nuestro amor, nuestro odio; nos hermana la comunidad de nuestro destino […] todos iguales. Y todos igual a nada”. Lucharon ignorando su suerte y murieron “para siempre, sumidos en este no conocer”. Y de ellos, carnes de cañón, se discursearía la victoria y la derrota, porque ya no dejarían de ser el “jugo nutricio de la Historia”, el “dolor y orgullo de los que aún viven y de los que vivirán después”. Mas lo lamenta en grado sumo, preguntándose: “¿Es que puede fundarse en nuestra terrible muerte gloria alguna?”. En cambio, para los vivos, la vida continua, pero sólo la material porque “el alma, todos la tienen muerta” y no pueden ser “sino nuestras sombras, dobladas de dolor, silenciosas, errabundas, vacías, aterrorizadas”, y añade: “¡Pobres vivientes! ¡Cuánta compasión merece su suerte! Creyeron haber escapado con vida, y la vida se había escapado con ellos […] Creen vivir quizás, porque están en pie. Pero tienen corrompidas las raíces del ser”. De entre ellos, los que gobiernan y tienen el poder vivirán plenamente porque “cegados por la soberbia y poseídos por la furia del mando, están protegidos contra la pesadumbre de todo cargo de conciencia por la liviandad de sus cerebros que les consiente aceptar sin examen los endebles idearios con que apresuradamente quisieron vestir y dar hechura a su fechoría”. Y los que les apoyan, “el séquito lamentable de los cobardes, pobres de espíritu, crueles por miedo, por resentimiento, hasta por ramplonería”, verán “saciado con el terror su terror [y] se sentirán aliviados”. ¡Maldita dicha!

Con esta elegía escrita en el mismo 1939, y que responde muy bien a su idea de que “la bestialización está en la condición humana”, Ayala lamenta los horrores de la contienda. Y lo hace sosteniendo que “todos merecen compasión” porque “no porque el loco ignore su locura […] es menos digno de aquélla”.

Y decía al principio del artículo que me había hecho recordar aquel famoso discurso de un Azaña -que amigo suyo de tertulia en su juventud, y al cual el granadino tilda de “razonador, sobrio, soberbio, cortés, severo, frío, irónico y gruñón” y lo acusa de haber huido de las responsabilidades cuando tuvo que investirse presidente de la República durante la Guerra-, de un Azaña, digo, que con desánimo y tristeza pronunció aquello de que si alguna vez las generaciones venideras “sienten que les hierve la sangre iracunda y otra vez el genio español vuelve a enfurecerse con la intolerancia y con el odio y con el apetito de destrucción, que piensen en los muertos y que escuchen su lección: la de esos hombres, que han caído embravecidos en la batalla luchando magnánimamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con los destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad y Perdón”.

Decía Tácito que “en todo combate, los ojos son los primeros vencidos”. Y he aquí dos confesiones desgarradoras del balance de nuestra Guerra Civil, que anuncian como bien afirmó Henry Miller que “cada guerra es una destrucción del espíritu humano” y que nunca puede haber vencedores sino sólo vencidos. Yo espero firmemente que ese sea un buen ejemplo, aunque no el único, para todos aquellos países que actualmente siguen combatiéndose en guerras fraticidas que dicen bastante poco -y bastante mucho- del género humano.

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