Con derecho a tener derechos

Residencia Mamá Margarita, Béjar

Redacción i-bejar.com
Enero 02, 2008

En un mundo donde a nivel de calle es factible la individualización de los valores gravitatorios de la existencia humana, la divinización de la misma bajo valores morales exclusivos debería resultar condenable en sí misma cuando lo que pretende es imponer

La Voz de Salamanca (Alfonso Manjón) / En un mundo donde a nivel de calle es factible la individualización de los valores gravitatorios de la existencia humana, la divinización de la misma bajo valores morales exclusivos debería resultar condenable en sí misma cuando lo que pretende es imponerse socialmente.

La manifestación de la Iglesia en favor de la familia cristiana tradicional viene a demostrar que la institución católica, más allá del propósito lícito de convencer, no está por la labor de respetar el complejo múltiple y legítimo de formas de vida existentes y/o imaginables a las que, muy a bien, la actual legislatura socialista está otorgando derechos legales.

Me parece en primer lugar admisible que, en su concepto de vivir en “la verdad” más allá de la comodidad e incolumidad personal, declaren públicamente su animadversión hacia la anticoncepción o hacia leyes a favor del aborto, la homosexualidad, la investigación biomédica, o el divorcio express, porque aferrándose a las confesiones de San Agustín, de lo que para ellos se trata es de “corregir a los indisciplinados, refutar a los adversarios y moderar a los ambiciosos”. Y me parece en segundo lugar perfectamente respetable que la Iglesia aspire a la universalización de la educación en valores cristianos. Valores que, dice, “dignifican la existencia humana”. Pero no hay mayor dignificación de la existencia humana que el respeto a su libre voluntad de movimiento y pensamiento sin imposiciones morales ni actos de protesta que supongan entorpecimiento alguno para la consecución de esos derechos para tantos deseadamente justos e inalienables.

Entiendo igualmente que la Iglesia cuando se expresa, aunque sea públicamente, no pueda contradecir sus principios morales; y el mensaje cristiano, en cuanto mensaje, es necesariamente performativo y, por tanto, aspira a cambiar la forma de pensar el mundo. Pero en este mundo de Babel, donde la pluralidad étnico-cultural, política y religiosa tiene perfecta y debida cabida, todo el mundo tiene derecho a tener derechos y a entender su vida cómo quiera.

Y bien está que la Iglesia eduque en la fe, difunda y popularice el mensaje cristiano que promueve, pero lo correcto sería que dejasen de juzgar en nombre de nadie si el matrimonio y la familia tal y como el cristianismo los entiende es o no “el centro de neurálgico de la humanidad” sin venir en su discurso político a decir que las actuales legislaciones son “injustas e inicuas” por sus “ataques de gran calado” a los valores cristianos que la Iglesia pretende uniformizar.

Benedicto XVI, en su encíclica “Spe Salvi”, además de afirmar que “la vida no es el simple producto de las leyes y de la casualidad de la materia”, se pregunta si no “hemos recaído quizás en el individualismo de la salvación”, alegando que así como Cristo murió por todos, la salvación debe ser una realidad comunitaria que no debe huir “de la responsabilidad respecto a las cosas en su conjunto”. Pero en su edificación del mundo, y entendiendo el pecado como la destrucción de la unidad del género humano, ¿por qué se empeña en dirigir la voluntad personal de la humanidad como el padre que procura no dejar que sus hijos caigan en el error sin tener en cuenta la “voluntad personal” que él prima sobre las leyes terrenales?. La fe y las convicciones religiosas personales deben ser libres e insobornables, y más allá del exclusivismo que adopta la jerarquía eclesiástica, debería propagarse un espíritu integrador donde toda condición tenga la consideración que merece para todos.

Y añade en la citada encíclica: “¿Acaso no hemos tenido la oportunidad de comprobar de nuevo, precisamente en el momento de la historia actual, que allí donde las almas se hacen salvajes no se puede lograr ninguna estructuración positiva del mundo?”. Pues bien, yo sigo defendiendo que las creencias y convicciones religiosas de cada cual pertenecen a la esfera de la vida privada del ser humano y, allí relegada, la fe es tan respetable como el agnosticismo. Pero en la esfera pública el laicismo debería imponerse por el debido respeto a la amplia gama de conceptos vitales que pueda tener la totalidad de la ciudadanía. Porque el laicismo, “radical” o no, mientras no viole los derechos de la Iglesia a propagar su fe, nunca será ni un “fraude” ni un “engaño”, y conduzca o no a la “desesperanza”, que ese es asunto personal de cada uno, lo que desde luego sí construye, es el principio de respetabilidad y concesión de iguales derechos para todos sin distinciones de ninguna índole. Porque el ser humano no es un ser más conyugal que civil, como se ha manifestado, sino más civil que conyugal.

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